La cara B de Malasaña que ya nadie conoce: crímenes literarios y un rincón escondido en la historia de la Guerra Civil
La ruta también se detiene en una extraña familia de artistas que estuvo asentada en el mismo dédalo de calles
Lavapiés, el 'West End' de los teatros madrileños

«Los hechos, las dos muertes que habían conmovido desde la calle, desde el griterío de los gacetilleros hasta los sollozos de las dos hermanas, interrumpían la vida». En este fragmento de 'Barrio de Maravillas', antiguo nombre de Malasaña y de la obra magna ... de Rosa Chacel, bien pudiera entrar todo el misterio de un barrio que conviene pasearlo mirando a los ventanales, deteniéndose en los aleros. Hay una Malasaña oculta tras los neones que a la modernidad más esnob la contraría con calles estrechas, casas aseguradas de incendios y otras que se están reformando desde un estado calamitoso.
Eso en lo físico, porque todo ese dédalo de callejuelas encierra una literatura real y desconocida de crímenes, libros, documentales para iniciados y un humilladero donde el paseante, con interés casual, se detiene. Está a la altura del 44 de la calle de Fuencarral, justo en la esquina con Augusto Figueroa, donde el asesinato del teniente Castillo un 12 de julio de 1936 sería el prólogo a un verano y a tres años sangrientos de guerra civil. Cuando mataron al guardia de asalto, ya el humilladero estaba allí. Y estaba allí desde el siglo XVII, si bien, una centuria más tarde, la construcción albergaría la capilla de Nuestra Señora de la Soledad, un punto dieciochesco para exvotos y rezos que según su cuidadora, Liliana Gómez, de Bogotá, «aún congrega a muchos creyentes.
En la pasada festividad de San Antón entraron más de 190 fieles». Lo relata frente a un retrato a tamaño real del Papa Francisco y un Cristo del XVI, una Dolorosa a sus pies, un Niño Jesús de los Remedios y una talla de la Divina Pastora. Todos de autoría anónima. Tan anónima que Benito Pérez Galdós, que volverá a aparecer en este reportaje, le otorgó al Cristo la advocación de Cristo de las Llagas aprovechando la coyuntura. Algo inexplicable late en el lugar, frente a un edificio de apartamentos diminutos.
Lo sacro y lo maldito se entremezclan en Malasaña. La ruta lleva al número 3 de la calle del Pez, un edificio en plena reconstrucción, deshabitado, donde no resuenan ni ecos. En el contenedor de basura más cercano se encontró un tesoro fotográfico: el testamento de la familia Modlin. Marido, esposa e hijo yanquis, que trataron con Arthur Miller y a quienes les pudo el ansia de eternidad según recuerda la película 'Una historia para los Modlin', de Sergio Oksman y premio Goya al mejor corto documental en 2013.
El padre, Elmer, fue un actor secundario que aparece de extra mudo en esa película maldita que fue 'La semilla del diablo', con lo que tiene de profético de su propia existencia. Ella, Margaret, la madre, una pintora que se creía iluminada por no se sabe qué fuerzas que la llevaron a considerarse la «mejor pintora del Apocalipsis». Y el hijo, Nelson, un desertor de la Guerra de Vietnam que vio que en España podrían tener una nueva vida y que trabajó siendo la voz de Barajas y de unos grandes almacenes.
Nadie en las cercanías conoce su historia, pero en 2003, cuando el fotógrafo y escritor Paco Gómez se encontró con el chorro de imágenes domésticas, Malasaña añadía un punto más a su pátina de claroscuros que el propio Gómez narró en su libro 'Los Modlin'. No se trataba de una familia particular, y lo que se sabe se basa en los pocos retazos fotográficos y en el trabajo concienzudo de Oksman y Gómez en dejar al libre criterio del público qué rara moral imperaba en aquel trío norteamericano. «Una familia extraña, dicho así, a bote pronto», para el parecer de Paco Gómez en declaraciones a ABC.
La maldición de Antonio Grilo, 3
Las viviendas de Malasaña se parecen, guardan el aroma de un barrio que acabará claudicando, como todos. El camino conduce a otro número 3, en este caso el 3 de la calle de Antonio Grilo y la maldición que pesa sobre el inmueble. Allí donde las hemerotecas cuentan varios crímenes. Se habla de unas muertes a finales del XVIII en esas coordenadas, pero la crónica más negra principia un 8 de noviembre de 1945, cuando ABC escribe que en dicho edificio, en el piso principal derecho, «había sido hallado el propietario asesinado, al parecer en circunstancias extrañas». La crónica relata que el finado, camisero de profesión, presentaba, tendido sobre la cama, un mechón de pelo, lo que hizo a las autoridades deducir que hubo una lucha antes del óbito.
Corrió el tiempo, y en el mismo número, un «demente» (según la nomenclatura de la época) convirtió de nuevo al número 3 en el epicentro del crimen. El «demente», de nombre José María Ruiz Martínez, natural de Granada y sastre de profesión, asesinó a su mujer y sus cuatro hijos con un cuchillo de cocina. Luego, tras pedir la absolución a un padre carmelita, se suicidó de un disparo que atronó en la calle y en el teléfono con el que el sacerdote, el padre Celestino, trataba de evitar el desenlace de pólvora. Conviene imaginarse aquel primero de mayo de 1962, y el revuelo que causó en el barrio el suceso. Del mismo número 3 hoy sólo salen respuestas evasivas de un señor ágil de unos setenta años, que quiere mantener el anonimato y que dice que «lleva viviendo» en la finca «toda la vida, y que todo son cuentos chinos». La hemeroteca lo desmiente, claro, si es que se refiere a los hechos allí acaecidos. Otra cuestión es si el señor de marras nota fuerzas telúricas y así. Habría que ponderar si el vecino está cansado de tener que justificarse por vivir en un punto caliente del misterio capitalino. De una ventana cuelgan unos muñecos sonrientes y decrépitos que ayudan, aún más, a encuadrar o sugestionar la escena. Aunque ahí no queda la maldición del edificio: la última muerte acaeció dos años después.
Corría entonces abril de 1964, Pilar Agustín Jimeno, residente de la planta primera, fue apresada y puesta a disposición de las autoridades bajo la acusación de infanticidio, recuerda este periódico. «Para ocultar su deshonra», la joven ahogó a su hijo recién nacido. Como también reveló ABC, la infanticida «envolvió el cadáver en una toalla y lo ocultó en el cajón de una cómoda. Hasta que su hermana, quien vivía con ella, lo encontró dos días después». Con todo esto en el morral, Albert Pintó dirigió su película 'Malasaña 32'.

Malasaña vive con su agitación normal, y de todo hace ya demasiado tiempo. Aunque suene. Y si suena algo en la calle de Fuencarral es el famoso crimen que Benito Pérez Galdós elevó a los cielos del reportaje 'noir'. Allí, en el número 109, hoy 95 por el extraño cambio en la numeración de las calles, la madrugada de un tórrido 2 de julio de 1888 los vecinos alertaban de la presencia de humo en el segundo piso. Rápidamente se personaron el juez, don Felipe Peña, el portero y dos guardias.
El panorama no pudo ser más estremecedor. Descubrieron el cuerpo apuñalado y a medio carbonizar de Luciana Borcino, viuda potentada, y a pocos pasos, a la criada, Higinia Balaguer, inconsciente junto a un perro narcotizado. De inmediato, entre cantares de ciego periodísticos y el interés de todo Madrid, el suceso adquiría ya dimensiones gigantescas. Tanto, que Benito Pérez Galdós (aquí vuelve el escritor canario) dedicó una serie de seis crónicas publicadas en el diario 'La Prensa' de Buenos Aires.
Así, la ciudad pudo asistir a las declaraciones cambiantes de la criada por las que desfilaban desde el hijo de la finada a Millán Astray, entonces director de la cárcel Modelo. Tras el juicio, la justicia declaró pena de garrote vil para Higinia Balaguer, que expiró el 19 de julio de 1890, dos años después de los hechos que conmocionaron al vecindario. Mucha tinta corrió, los periódicos de la capital incrementaron su tirada, y el suceso inspiró obras maestras como la película 'El crimen de la calle de Bordadores', firmada por ese prodigio que fue Edgar Neville.
Malasaña es poco consciente de su intrahistoria. Los años pasan. En el bloque del crimen de Fuencarral hay pensiones de paso, hoteles de sueño efímero. Pocos se recrean en lo turbio, siquiera sea porque lo desconocen.
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